Buena parte de la crianza de los hijos gira en torno a la capacidad innata de los niños de seguir el modelo de pensamientos y actos de los padres. Esto es modelar.
La familia es el lugar donde los niños tienen la oportunidad de ver la belleza del evangelio de Cristo expresada en primer lugar, a través de nosotros, los padres. Lo que modelamos no es una vida perfecta y sin error, sino una vida que ha sido redimida por la sangre de Cristo.
No estamos buscando que nuestros hijos repitan versículos bíblicos de memoria, como un robot. Sino que ellos puedan vivenciar estas verdades del amor de Dios en nuestros hogares; que ellos aprendan de nosotros, sus padres, a amar a Cristo, nuestro Salvador.
No hemos sido llamados a ser redentores de las almas de nuestros hijos porque, si somos sinceros, no podemos cambiar ni siquiera nuestro propio corazón. Nosotros también estamos en problemas porque somos pecadores como ellos y no podemos encontrar la solución en nosotros mismos. Entonces, ¿Cómo lo hacemos?
La ley es necesaria pero insuficiente
Nuestros hijos nacen con la necesidad de la ley de Dios. Llegan al mundo como pecadores sin saber distinguir entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto. Nunca me hubiera dado cuenta de mi pecado a no ser por la ley. Por ejemplo, nunca hubiera sabido lo que es mentir si la ley no dijera «no mentirás» (Ro 7:7). Nuestros hijos también son ciegos a su profunda necesidad espiritual. Sin embargo, la ley de Dios alumbra y nos muestra tal necesidad. Por eso es bueno que en el hogar nuestros hijos sean expuestos a la Palabra desde temprana edad.
Los hijos necesitan reglas, límites y corrección, pero eso no es suficiente para solucionar el gran problema del pecado en su corazón y la muerte espiritual. Si la ley en sí misma tuviera la posibilidad de cambiar el corazón de los hijos y darles uno que obedezca, entonces nunca hubiera sido necesario un Salvador.1 Además, no sólo ponemos nuestra esperanza en la ley de manera equivocada, sino que reemplazamos la perfecta ley de Dios con nuestra propia ley, que surge de nuestra necesidad de seguridad, control y comodidad. Es así como, sin darnos cuenta, le imponemos a nuestros hijos cargas que no pueden llevar. Tal como dice Mateo 23:4: «Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas».
De esta manera, podemos caer fácilmente en vivir vidas fraccionadas. Es decir, por un lado lo que mostramos que somos y, por otro, lo que somos en lo más profundo, en el seno del hogar (transformándose así en un hogar carente de genuina transparencia). El legalismo y la religiosidad son la sepultura del Evangelio.
En cambio, las familias que procuran vidas auténticas viven de manera tal que no hay división entre lo secular y lo sagrado. Toda su vida es espiritual porque todas las áreas están bajo el gobierno de Dios. Viven, como dice R. C. Sproul, Coram Deo, esto es: «delante del rostro de Dios. Es vivir la vida entera en la presencia de Dios, bajo la autoridad de Dios, para la gloria de Dios». Un hogar auténtico tiene, con todos sus errores, más esperanza de modelar el Evangelio o de tener salvación que un hogar legalista lleno de reglas muertas.
Pero, lo que no podemos olvidar aquí es que sin la intervención de la gracia divina nuestros hogares no tendrán la vida y belleza que Dios ha planeado. Para esto debemos comenzar, como padres, admitiendo nuestra profunda necesidad de la gracia transformadora y capacitadora de Dios.
No podemos enseñar a nuestros hijos a amar a Dios si nosotros mismos no tenemos una relación verdadera de amor hacia Dios en Cristo. Sólo a través de Su gracia podemos responder al llamado de amarle con todo nuestro corazón, nuestra alma, y nuestras fuerzas (Deut 6:5). Y, sólo en Su gracia, podemos ser agentes de Su amor, perdón y transformación.
Nuestros hijos necesitan desesperadamente de la gracia, y no sólo de la predicación de la misma, sino de que ésta sea modelada cada día en el hogar. Aquí está el desafío para nosotras, de rendir nuestros corazones en la cruz, a fin de conducir los corazones de nuestros hijos a Dios. Para esto no faltará oportunidad (Deut 6:6-9). Cada conversación, cada error, cada momento de corrección, cada alabanza familiar, cada oración, cada momento ordinario en el hogar, cada momento alegre y cada momento triste se torna en una oportunidad de apuntar a Cristo y modelar Su gracia y amor.
Muchas veces he escuchado a nuestro pastor decirnos y enseñarnos que el hogar debe ser un laboratorio de la fe. Si deseamos que los hijos vean el pecado de su corazón y les pese, necesitamos reconocer y lamentarnos por nuestros pecados también (Sal 51), aceptando que estamos en el proceso al igual que ellos. Cuando perdonamos a nuestros hijos, extendemos gracia y misericordia hacia sus vidas y recordamos nuestra necesidad de la gracia y el perdón del Padre.
Si deseamos que nuestros hijos puedan ir a la cruz, no sólo debemos contar la historia de la cruz, sino que nuestros hijos deben vernos correr a Su cruz frecuentemente.
En el trayecto al Gólgota, la cruz se tornó muy pesada para Jesús y Su cuerpo estaba debilitado por los sufrimientos anteriores. Entonces, «obligaron a uno que pasaba, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, a que le llevase la cruz» (Mr 15:21). Aquí vemos que Simón pudo haber tirado la cruz y huir, pero no lo hizo. Sin pensarlo, se convirtió en protagonista de una escena que, probablemente, le llegó al alma. Cuenta la tradición que, más tarde, Simón dejó el judaísmo y se convirtió en un seguidor fiel del Maestro. Es decir, que no solo compartió su gozo por haberse encontrado con la cruz, sino que modeló el Evangelio en su hogar para su esposa y sus dos hijos, Rufo y Alejandro. El hecho de que Marcos menciona a sus dos hijos denota que ellos eran conocidos entre los primeros cristianos. Haber llevado la cruz, para Simón, no fue algo circunstancial, sino que fue un antes y un después en su vida que tuvo impacto en su familia.
¿Nuestro encuentro con la obra de Cristo en la cruz ha impactado nuestra vida y familia?
En la gracia de Dios nuestros hijos podrán ver cómo el Evangelio puede cambiar nuestros corazones. Podrán ver que no es el esfuerzo de cumplir la ley, sino más bien el profundizar en el entendimiento de la salvación que tenemos en Cristo la razón por la que se produce el cambio en nuestros corazones. Nuestros hijos verán que nuestra obediencia a Dios no es un simple deber, sino más que eso, es la respuesta natural por haber sido cautivados por la belleza del Evangelio y haber comprendido el amor de Cristo. Como dice Efesios 3:14-21, «Por esta causa, pues, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien recibe nombre toda familia en el cielo y en la tierra. Le ruego que Él les conceda a ustedes, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser fortalecidos con poder por Su Espíritu en el hombre interior; de manera que Cristo habite por la fe en sus corazones. También ruego que arraigados y cimentados en amor, ustedes sean capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y de conocer el amor de Cristo que sobrepasa el conocimiento, para que sean llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios».
Su Gracia es suficiente
No existe fórmula para modelar el Evangelio en el hogar; no hay pasos a seguir, cada día es una nueva oportunidad para volvernos a Dios y vivir en dependencia Suya. Como padres, sin el auxilio de la gracia no podemos llevar adelante esta tarea. El mismo acto de correr al Padre es una enseñanza profunda a nuestros hijos.
Si nuestros hijos son moldeados por el Evangelio, será por Él y para Su gloria. Nosotros simplemente nos gozaremos de haber sido sólo un instrumento en Sus manos.
¿Estás corriendo frecuentemente a la cruz, exponiéndote al Evangelio y dejando que Cristo te transforme? ¿Cuándo fue la última vez?
Bibliografía:
1 Comentario Bíblico, Matthew Henry, p 1251.
2 La crianza de los hijos (14 principios del evangelio), Paul David Tripp, p 49-51.